FRANCISCO Y LA IDENTIDAD

A los 32 años, Francisco Madariaga Quintela nació hincha de Independiente.

A los 40, cumplió el sueño de cualquiera: recibió un reconocimiento en el corazón del Estadio Libertadores de América minutos antes de que el equipo de Ariel Holan pisara el campo de juego.

Antes de nacer de Independiente, fue víctima del plan sistemático de robo de bebés ejecutado por la última dictadura. Silvia Mónica Quintela Dallasta, su mamá, desaparecida desde el 17 de enero de 1977, lo parió en julio de ese año en el Hospital Militar. Fue anotado como hijo de Víctor Alejandro Gallo, ex capitán del Ejército, y de Susana Colombo. Recuperó su identidad en febrero de 2010. Es el nieto 101 de las Abuelas de Plaza de Mayo.

Es inmediato. Francisco escucha la palabra clave y la sonrisa se le vuelve ancha y la piel se le eriza como a un nene al que le hacen cosquillas. “El destino. Fue el destino”, dice antes de lanzarse a contar por qué le brillan los ojos cada vez que la palabra Independiente asoma en la charla. Y arranca: “Juan, un amigo muy amigo, me acompañó durante todo el proceso de recuperación de mi identidad, que fue largo y complejo. Y sólo me pidió una cosa a cambio: que fuera con él a ver al Rojo. A mí el fútbol mucho no me gustaba pero me pareció un regalo comparado con la mano que me estaba dando. Lo que nunca imaginé es que Independiente se iba a transformar en mi cable a tierra, en un lugar de contención frente a toda la mierda que me estaba pasando”.

Fue de golpe. Fue al mismo tiempo. Lo subieron a un auto, le dieron un carnet trucho y se encontró mirando un partido ante River. Dos semanas le duró la neutralidad. Después, pura pasión. “La cancha me dio una sensación de familia que otros lados no te dan. Aunque no le ganábamos a nadie, aunque festejábamos empates, Independiente me levantaba el ánimo. Mi apropiador me gatilló ocho veces en la cabeza y me mandó a matar. El juicio duró cinco años. En ese contexto, la tribuna norte era uno de mis mejores refugios”, relata. Del carnet trucho se aburrió rápido y se mandó a hacer uno propio: “Mitad en broma, mitad en serio, le dije a Juan que, si llegaba a decir Ramiro Gallo –el nombre que le pusieron sus apropiadores-, los mataba a todos. Por suerte, se leía clarito Francisco Madariaga Quintela”.

El verdadero clásico se juega los lunes: “Nos hablamos con el Gordo, conversamos sobre lo que pasó el fin de semana y nos cargamos cuando alguno de los dos equipos pierde”. El Gordo es Abel, su papá, militante político como Silvia, exiliado en Suecia y en México, incansable buscador de su hijo desde 1983. “Él es de Boca y siempre tiene algo para decirme. El fútbol nos encuentra. Los dos tenemos un carácter complicado, así que es mejor no pasarse con las bromas”, aclara. El parecido entre Francisco y Abel es notable: “Cuando me hice los análisis de ADN, los médicos me miraban y se reían porque estaban seguros de cuál iba a ser el resultado. No sé cómo se explica pero los dos caminamos igual y los dos ponemos las manos de la misma manera cuando estamos parados”.

El 11 de marzo de 2012, Francisco se quedó completamente disfónico. Independiente le ganó 5 a 4 a Boca en la Bombonera y él gritó, gritó y gritó desde la tercera bandeja los goles del Tecla Farías. Mientras subía la infinidad de escalones, se le acercó un hincha que, entre lágrimas, le dijo que tenía un amigo de la cancha desaparecido y que lo emocionaba cruzarlo en esas escalinatas. Vicepresidente de la Peña Palomo Usuriaga, habitué de los asados en el predio de Villa Domínico, la pertenencia al club le funcionó como un eslabón más en la construcción de su identidad: “Yo era un papel en blanco. Tenía que llenarlo con mis cosas. Independiente es una de esas cosas que hacen que hoy sea quien soy”.

Fue una sorpresa. Lo llevaron engañado. No iba a ir a esa noche. Pero lo llamaron, lo invitaron y se tentó. Sábado 31 de marzo de 2018. El Rojo jugaba ante Club Atlético Tucumán en Avellaneda. Lo metieron por un lugar que no era el de siempre. La gente lo saludaba con una efusividad extraña. Hasta que le explicaron que lo iban a homenajear. “Dudaba de cómo iban a reaccionar los hinchas. Pero hubo aplausos y gritos de aliento. Me emocioné mucho. Me acordé de todo lo que soporté en el juicio a mis apropiadores. Fue inolvidable”, apunta. Le regalaron una camiseta con su nombre en la espalda y el número 101. Va camino a enmarcarse para la eternidad.

Quisieron llenar el aire de muerte. Quisieron borrar la historia para negar el futuro. Pero no pudieron. Acá está Francisco para certificarlo: “Me imagino yendo con un hijo a la cancha. A veces sueño que juega con una pelota de papel, con otros chicos, en la parte baja de la tribuna sur. Y yo lo espío y lo veo correr mientras miro el partido”. La apuesta es por Independiente y por la vida. Ayer, hoy y siempre.

PH: Prensa Club Atlético Independiente - Sofía Lamorte

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